lunes, 9 de febrero de 2009

LAS JORNADAS








Hubo jornadas verdaderamente grandiosas en la historia de nuestro pueblo:
Habría que haber visto las caravanas que salieron en todas direcciones
perseguidas por aquellos seres bestiales y perversos.
Mitad hombre, mitad bestia cuadrúpeda, eran a veces como seres planetarios
protegidos por fuertes corazas de metal y tenían un poder inmenso sobre los elementos.
Más que dioses eran demonios iracundos y concupiscentes que caían como una peste sobre los poblados sembrando pánico, desolación, sangre y cenizas.
Las mujeres eran raptadas y violadas, las tumbas y los templos profanados, sembrados y aldeas eran presa del fuego. Desde lejos enviaban el trueno y la centella mordiente y nuestros muchachos morían miserablemente. En una sola incursión podían eliminar a cuatrocientos hombres, a cuatro veces cuatrocientos hombres físicamente dotados, guerreros altivos y diestros en ofrendar su sangre.

Grupos de ancianos y de sabios sacerdotes, asistidos por guerreros y gentes del pueblo, salieron de las grandes ciudades, custodiando con celo los tejidos sagrados. Partieron en busca de las puertas secretas, recorrieron extensos valles y bosques enloquecientes, ascendieron las obscuras montañas de las cordilleras, acosados a cada instante por la amenaza de los abismos pavorosos, los desfiladeros eternos azotados por una menuda llovizna de polvo amarillo, hacia regiones cada vez más inhóspitas.

En los preciosos colores se anudaban historias tan antiguas que aún el tiempo no se había instaurado cuando acaecieron. Los mejores artistas de nuestra nación habían derrochado inspiración, voluntad e imaginación para acabar aquellas obras primorosas cuya sola vista inundaba de lágrimas los ojos sensibles. Vidas enteras de pintores, poetas, sabios sacerdotes, maestros de la palabra habían sido ofrendadas durante generaciones para dar cuenta de la obra de los dioses, los hombres y los pueblos, en aquellas texturas delicadas, que ahora eran devoradas por el fuego de la ignorancia y la inconsecuencia infame de los invasores.

Muchos textos había sido destruidos; pero los demonios peludos, de ojos iracundos, que se vestían con horribles trajes negros, seguían su búsqueda insaciable, y no vacilaban en torturar y matar para obtener las confesiones; a veces se valían simplemente del engaño y de la adulación, pero casi siempre la sangre, el fuego y la tortura terminaban por arrancar las palabras secretas conservadas en el corazón de los hombres.

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